Entre mil perdones e indiferencias la mujer
se abre paso en el vagón del metro dispuesta a surcar, como cada día, las
profundidades de Madrid. Es un día como cualquier otro. Un día ni más ni menos
memorable que el de ayer. Sólo uno más. Días y días que va apilando en un
armario de su casa. Ese armario que ya no se atreve a abrir, por si le caen de
golpe todos esos años encima, haciéndola sentir culpable por ser una inmigrante
sin fecha de vuelta a casa. Eso hace que cuando entra a su casa camine siempre
de puntillas, por miedo a que la memoria se levante y la confronte en el
pasillo. Pero éste era uno de esos días normales y estaba sumida en la historia
de un libro.
La megafonía anunciaba algo tan cotidiano
que no era percibido por nadie. Aquel libro le contaba la trágica historia de
un hombre durante la Guerra Civil española. Historia muy lejana a su realidad.
Había escuchado mil historias, y aunque le apasionaba el tema, no se le pegaba a la piel como el salitre y el sudor de donde provenía. Esa humedad que
abandonó y de la que ahora huye. El vagón alberga más calor que de costumbre.
Se quita el abrigo. ¿Quedará leche en la
nevera? Se pregunta mientras lee que el bando nacional avanza por la
península. Un repentino jaleo le hace saber que han llegado a la parada de Sol.
Sólo le faltan tres estaciones para llegar a casa. Sube un chico moreno con una
guitarra. Por lo general, le incomodan los músicos ambulantes dentro de los
vagones. Por eso vuelve a zambullirse en la Guerra Civil, para que no la
encuentren esas, seguramente estridentes, notas musicales.
Tres acordes… “Es un buen tipo mi viejo… ”
Una violenta resaca la arrastra desde los
campos de Brunete hasta las playas de Isla Verde en el Caribe. Los sentidos se turban
con esa canción y sus ojos se deshielan. De golpe, la rodean una veintena de
niños con camisetas blancas cantando esa canción bajo un sol candente. Vio a su
padre entre el público. Guayabera blanca, pantalón oscuro. Aquel padre, que
hacía algún tiempo, ya no vivía en casa. Un padre con los ojos llenos de
lágrimas. Al otro lado, su madre, una mezcla de emoción y frialdad. Las
palmeras, en lo alto, bailando, siempre bailando. Y sus zapatitos blancos.
Tenía cinco años.
Sale a la superficie del vagón del metro y
busca con incredulidad al chico moreno de la guitarra. ¿Quién es? ¿Cómo sabe
esa canción? ¿Y porqué ha venido a hacerle esto? Intenta aferrarse otra vez a
la historia entre republicanos y nacionalistas. Sus ojos peinan la página, pero no
logran agarrar ninguna letra. Es otro idioma. Lo intentó, pero la melodía
derritió la nieve de Teruel y la volvió a sumergir en la profundidad de su
memoria. Entonces le flagelan la cabeza una decena de escenas protagonizadas
por ella y su padre. Recuerda con viveza el cariño, las bromas y una cercanía que
ahora se le hace difícil admitir. Las canciones que cantaban, los bailes que le
enseñaba y el pueblo, su pueblo. El zaguán de su abuela, dos besos, un abrazo y
la promesa del regreso.
La mujer decide salir del vagón en la
próxima parada aunque no sea su destino. No ha sobrevivido veinte años en la
distancia, en la soledad del desarraigo, para que un músico cantamañanas la
haga sentir así. Camina hacia la puerta, otra vez entre disculpas y perdones.
Pero como si entre guitarrista y vagón hubiese habido un pacto, no se abren las
puertas. Y sus ojos se pierden en la oscuridad del túnel.
El fondo de ese túnel se convirtió en una
pantalla en al que vio otra proyección. Una habitación fresca, con suelo de
terrazo y paredes blancas. Una modesta cómoda y una cama de hierro. En el
exterior, los árboles de mango y aguacate susurrando silencio. Dentro, su padre
con guayabera blanca y pantalón oscuro. Sentado. Esperando. ¿O esperándola? Era
la imagen con más viveza. Llena de color y de detalles. Pero la única que no
era real. La había creado en su mente hace doce años. El mismo día en que una
voz piadosa le comunicó por teléfono que su padre había muerto en su casa del
campo. La creó como un vendaje, un tratamiento paliativo que inventó para
subsistir. Para continuar viviendo a miles de kilómetros de donde la esperaban.
Y la seguirán esperando.
Acorde final.
Abren las puertas del vagón y éste se
derrama por el andén. Un beso de aire fresco la recibe en la estación. Sale
presurosa y comienza a andar. No puede evitar voltearse a mirar al músico
ambulante, que ahora recogía las monedas entre los viajeros. Le miró para
cerciorarse de que era una mera actuación de Metro, que en nada la implicaba a
ella. Una vieja canción… nada más. Mientras se acercaba a las escaleras de
salida, todo volvía a colocarse lejos, lejos de su realidad, a miles de
kilómetros. Al salir de la estación, la nieve le recordó que hacía frío y se
puso rápidamente el abrigo. Luego, con un paso calmado, se dirigió hacia el
supermercado más cercano para comprar leche.
Qué dura la vida de los que viven a miles de kilómetros de su casa...
ResponderEliminarMuy buen relato, auténtico.
Señora, quisiera seguir sus pasos...
ResponderEliminarEres tú, allá, acá, en el sitio que elijas. Ya no tienes que pedir permiso. Habita todo lo que se te antoje porque te lo has ganado. Y alí donde vayas irán el salitre, el sudor, tus vientos y tus arenas. Muy buen relato.
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