5.4.13

Tres Acordes



Entre mil perdones e indiferencias la mujer se abre paso en el vagón del metro dispuesta a surcar, como cada día, las profundidades de Madrid. Es un día como cualquier otro. Un día ni más ni menos memorable que el de ayer. Sólo uno más. Días y días que va apilando en un armario de su casa. Ese armario que ya no se atreve a abrir, por si le caen de golpe todos esos años encima, haciéndola sentir culpable por ser una inmigrante sin fecha de vuelta a casa. Eso hace que cuando entra a su casa camine siempre de puntillas, por miedo a que la memoria se levante y la confronte en el pasillo. Pero éste era uno de esos días normales y estaba sumida en la historia de un libro.

La megafonía anunciaba algo tan cotidiano que no era percibido por nadie. Aquel libro le contaba la trágica historia de un hombre durante la Guerra Civil española. Historia muy lejana a su realidad. Había escuchado mil historias, y aunque le apasionaba el tema, no se le pegaba a la piel como el salitre y el sudor de donde provenía. Esa humedad que abandonó y de la que ahora huye. El vagón alberga más calor que de costumbre. Se quita el abrigo. ¿Quedará leche en la nevera? Se pregunta mientras lee que el bando nacional avanza por la península. Un repentino jaleo le hace saber que han llegado a la parada de Sol. Sólo le faltan tres estaciones para llegar a casa. Sube un chico moreno con una guitarra. Por lo general, le incomodan los músicos ambulantes dentro de los vagones. Por eso vuelve a zambullirse en la Guerra Civil, para que no la encuentren esas, seguramente estridentes, notas musicales.

Tres acordes… “Es un buen tipo mi viejo… ”

Una violenta resaca la arrastra desde los campos de Brunete hasta las playas de Isla Verde en el Caribe. Los sentidos se turban con esa canción y sus ojos se deshielan. De golpe, la rodean una veintena de niños con camisetas blancas cantando esa canción bajo un sol candente. Vio a su padre entre el público. Guayabera blanca, pantalón oscuro. Aquel padre, que hacía algún tiempo, ya no vivía en casa. Un padre con los ojos llenos de lágrimas. Al otro lado, su madre, una mezcla de emoción y frialdad. Las palmeras, en lo alto, bailando, siempre bailando. Y sus zapatitos blancos. Tenía cinco años.

Sale a la superficie del vagón del metro y busca con incredulidad al chico moreno de la guitarra. ¿Quién es? ¿Cómo sabe esa canción? ¿Y porqué ha venido a hacerle esto? Intenta aferrarse otra vez a la historia entre republicanos y nacionalistas. Sus ojos peinan la página, pero no logran agarrar ninguna letra. Es otro idioma. Lo intentó, pero la melodía derritió la nieve de Teruel y la volvió a sumergir en la profundidad de su memoria. Entonces le flagelan la cabeza una decena de escenas protagonizadas por ella y su padre. Recuerda con viveza el cariño, las bromas y una cercanía que ahora se le hace difícil admitir. Las canciones que cantaban, los bailes que le enseñaba y el pueblo, su pueblo. El zaguán de su abuela, dos besos, un abrazo y la promesa del regreso.

La mujer decide salir del vagón en la próxima parada aunque no sea su destino. No ha sobrevivido veinte años en la distancia, en la soledad del desarraigo, para que un músico cantamañanas la haga sentir así. Camina hacia la puerta, otra vez entre disculpas y perdones. Pero como si entre guitarrista y vagón hubiese habido un pacto, no se abren las puertas. Y sus ojos se pierden en la oscuridad del túnel.

El fondo de ese túnel se convirtió en una pantalla en al que vio otra proyección. Una habitación fresca, con suelo de terrazo y paredes blancas. Una modesta cómoda y una cama de hierro. En el exterior, los árboles de mango y aguacate susurrando silencio. Dentro, su padre con guayabera blanca y pantalón oscuro. Sentado. Esperando. ¿O esperándola? Era la imagen con más viveza. Llena de color y de detalles. Pero la única que no era real. La había creado en su mente hace doce años. El mismo día en que una voz piadosa le comunicó por teléfono que su padre había muerto en su casa del campo. La creó como un vendaje, un tratamiento paliativo que inventó para subsistir. Para continuar viviendo a miles de kilómetros de donde la esperaban. Y la seguirán esperando.

Acorde final.

Abren las puertas del vagón y éste se derrama por el andén. Un beso de aire fresco la recibe en la estación. Sale presurosa y comienza a andar. No puede evitar voltearse a mirar al músico ambulante, que ahora recogía las monedas entre los viajeros. Le miró para cerciorarse de que era una mera actuación de Metro, que en nada la implicaba a ella. Una vieja canción… nada más. Mientras se acercaba a las escaleras de salida, todo volvía a colocarse lejos, lejos de su realidad, a miles de kilómetros. Al salir de la estación, la nieve le recordó que hacía frío y se puso rápidamente el abrigo. Luego, con un paso calmado, se dirigió hacia el supermercado más cercano para comprar leche. 



3 comentarios:

  1. Qué dura la vida de los que viven a miles de kilómetros de su casa...

    Muy buen relato, auténtico.

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  2. Eres tú, allá, acá, en el sitio que elijas. Ya no tienes que pedir permiso. Habita todo lo que se te antoje porque te lo has ganado. Y alí donde vayas irán el salitre, el sudor, tus vientos y tus arenas. Muy buen relato.

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