Mi madre Myrna Guzmán Rodríguez 1954-2014
Ella nunca la había
visto tan quieta.
La niña, al
despertar de su siesta diaria, vio a su madre sentada en el balcón de su casa.
Se levantó en su pequeña cuna, dispuesta a ejercer la rutina habitual de llamar
su atención. Pero la imagen de su madre en una inmovilidad absoluta causó el
mismo efecto en ella. Nunca la había visto tan quieta.
Acostumbrada a
verla siempre en movimiento, ya fuese bailando, al igual que corriendo
tras ella, no podía comprender aquella escena. La intriga germinaba dentro de
la niña. Sabía que un grito haría girar el rostro de su madre en un instante,
pero aquella belleza nácar de su rostro difundía una emoción paralizante.
Pronto unos
movimientos contiguos atrajeron la atención de la pequeña. Los de las manos de
un hombre sentado junto a su madre. Aquel hombre era el único que no
paraba de moverse. Un hombre que no le era del todo desconocido. Su madre le
llamaba Mabuchi. Sentado en el balcón, parecía que jugaba con sus dedos en una
libreta. La niña era cautivada por el movimiento que le daba el hombre a los
carboncillos sobre el papel. Una especie de hipnosis con el subir, bajar y
girar de sus dedos la cautivaba, pero bastaba con subir un poco su mirada, y
era entonces la mirada de aquel hombre la que creaba un puente directo hacia su
madre.
En ese momento,
aquellas pequeñas pupilas se ensancharon llenas de tranquilidad para disfrutar
de aquel paisaje. Un paisaje ahora lejano. Hasta esa fecha le habían llamado
más la atención las figuras de papel maché que su madre creaba frente a ella.
Figuras en las que su madre empleaba días de elaboración detallada y lenta.
Creaciones con materiales bastante industriales, que terminaban siendo figuras
únicas que decoraban su casa o regalaba a sus familiares. Pero ese día, en ese
instante, aquel fino perfil maternal en el balcón, que también parecía ser
observado por el sol, era lo que la niña más quería palpar.
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