A mi hermana Liza. Esculturas de Ron Mueck
-
“La historia número cincuenta y cuatro”- anunció mansamente la anciana Elisa.
A
pesar de que su tono de voz ya había pasado a ser muy vaporoso, hizo que su
hermana Carolina se levantara de su reposo un poco asustada. Cayendo rápido en
cuenta, de que se trataba del seguimiento de su rutina habitual, respondió.
-“Cincuenta
y cuatro. Muy bien. Esta historia es muy buena. Aquella vez que fuimos en
crucero por el Mar Caribe y te empecé a buscar…-
Carolina
continuó su relato número cincuenta y cuatro; como parte de un conteo de
relatos que se había convertido en parte de su rutina diaria. La narración de
momentos importantes de sus vidas para intentar sentir aquellas vivencias una última
vez, antes de quedar encuadernadas en sus cerebros.
Aquella historia era muy
graciosa y Carolina esperaba que la disfrutaran, pero su hermana no mostraba
ningún interés en lo que le estaba contando. Sus, ahora muy pequeños, ojos
estaban dirigidos a una esquina tan lejana que era imposible que estuviese
viendo algo. Por lo que Carolina detuvo su narración y acercó su mano a su
hermana. Sin la necesidad de pedir una explicación, ésta le contestó:
-“Es
que… aunque ya hemos pasado hace mucho tiempo esos números de cuando éramos pequeñas,
todavía me pregunto por algo que pasó a principios de nuestras vidas en común y
tú no lo has contado. Me pregunto si lo habrás olvidado o no lo quieres
compartir conmigo. Lo que me entristece.”
Carolina
no sabía a qué se refería, lo que hizo que su corazón intentara acelerar. Quiso repasar las historias en su mente, pero no
sabiendo más detalles le era imposible.
-“Yo
tendría siete años” – comenzó a narrar Elisa- “y una mañana, antes de que
nuestros padres levantaran cabeza, me desperté y note que no estabas en nuestra
habitación. No era muy raro que te hubieses levantado antes que yo, pero fui al
salón y no estabas frente a la televisión, que sí era algo muy normal. Empecé a
buscarte en el baño, pasé por el comedor y te busqué en la cocina. No estabas
en ningún lugar. Me empecé a poner nerviosa y estuve a punto de llamar a la
puerta de mamá, si no fuese por ese sollozo ronroneado que escuché proveniente
de la esquina del salón, detrás de la butaca. Me acerqué poco a poco, cruzando
mis deditos, para que no fuese nada malo. Ese llanto era raro. No era el que se
te escuchaba chillar comúnmente. Era un llanto espeso, rozando el suelo, una
especie de martirio que recuerdo perfectamente hasta el día de hoy. Y mi
pregunta era y sigue siendo, ¿por qué?”
El
silencio se agigantó en el salón, una cosa que a su edad era aguantada con
mucha tranquilidad. Pero dentro de Carolina el alboroto iba incrementándose al correr
de década en década hasta llegar a aquel preciso momento en el salón de su
casa.
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